lunes, 7 de diciembre de 2009

La historia de Anacleto

Hay historias que empiezan de manera peculiar y la de Anacleto es una de ellas. Nació en Tunte el día en que llegaron por radio las primeras noticias del fin de la guerra civil española en abril de 1939. Su madre siempre le dijo que había sido el meneo que le dio su padre al oír el último parte de guerra, el que había provocado el parto. El caso es que Anacleto era un niño anodino sexto hijo varón de la familia González, gente campesina y trabajadora, que sólo esperaba que creciera para que ayudara en las labores de labranza. Pero cuando cumplió seis años unos gitanos pasaron por el pueblo, Anacleto estaba con su madre en el colmado cuando una gitana vieja y arrugada se acercó a ellos. La vieja con cara de bruja le ofreció la buenaventura insistentemente, hasta que Maruja decidió darle unos centimillos que sobraron de la compra. La gitana agarró la mano del niño diciéndole a la madre que su hijo la tendría más interesante. La vieja sorprendida arrugó el entrecejo al verla y le dijo a su madre: veo a su hijo enseñando medicina, rodeado de estudiantes con batas blancas, pero eso será dentro de muchísimos años. Maruja incrédula le dio los céntimos agarró la mano de su hijo y se dirigió a la puerta, diciendo un educado gracias y adiós. Al llegar a la puerta oyó a la vieja que decía: no me cree pero yo nunca me he equivocado. Hizo como que no oía y siguió su camino. A los pocos días murió la tendera y todo el pueblo comentaba que la gitana había predicho el luto en la tienda. Maruja empezó a dudar si de verdad no tendría un futuro médico en casa y así lo habló con Bartolo su marido. Bartolo circunspecto permaneció varios días pensativo sin emitir palabra, hasta que un día le dijo a Maruja: hablé con el padre Andrés y Anacleto va a recibir educación en el seminario, si tiene que llegar a médico, ese será el mejor sitio para iniciar sus estudios, además no nos costará una perra. A la semana siguiente Maruja con los ojos llorosos despedía a Anacleto que se iba en el coche de hora hacia Las Palmas.
Pasaron los años y Anacleto no dio señales de una inteligencia que permitiese pensar que llegaría a médico. Aprobados rasos y poca brillantez en los estudios, fue la tónica general hasta que se ordenó sacerdote. Durante treinta años ejerció sin destacar en nada hasta que una enfermedad se lo llevó al otro mundo de la misma forma en la que había pasado por el, desapercibido. Sus padres habían muerto hacía años y sólo dos de sus hermanos se acercaron al cementerio de un pueblo lejano para asistir a su enterramiento. Allí yació durante años en un nicho olvidado, como tumba anónima y anodina reflejo de su vida. Y la historia hubiera acabado así, si no hubiera sido porque Graciano (un chico de la alta sociedad de la isla) y estudiante de medicina, no hubiera conocido a Mara una chica proveniente del pueblo y afincada en la gran ciudad. Un día Graciano comentó con Mara que necesitaba un esqueleto para sus clases de anatomía. Mara guiada por el ímpetu de la juventud que no repara en otra consideración que no sea su propio impulso, le dijo que en el cementerio de su pueblo había tumbas que nadie cuidaba y que al no haber guardián podían desenterrar un esqueleto. Graciano, hombre aun más impetuoso y presto a la acción que la propia Mara preparó la excursión que llevaron a cabo al día siguiente. En una noche oscura y sin luna, portando sendas linternas se colaron en el cementerio, eligieron la tumba más gris, de las pocas en las que ni nombre llevaba la lápida y tras romper la tapa del nicho, sin pestañear y arrugando la nariz por el olor de la putrefacción metieron los huesos en un saco. Graciano los llevó a la casa apartada y solitaria de su tío Claudio, allí los lavó y limpió con acido, dejando los huesos limpios y blancos. Pintó la calavera de azul y observó su obra. Anacleto tenía una sonrisa burlona. Años más tarde el estudiante de medicina se hizo médico, posteriormente comenzó a dar clases de anatomía en la universidad Complutense de Madrid y hoy en día todavía los estudiantes saludan el esqueleto de Anacleto que les sonríe mientras estudian la posición de sus huesos.
La gitana no se habia equivocado.

Juan Carlos Dominguez Siemens

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola

me gustó el relato, pobre Anacleto donde vino a parar, por culpa de los desvarios de una gitana, que si no hubiera sido por su impertinencia, nadioe hubiera profanado su descanso eterno.

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Saludos

Anónimo dijo...
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