jueves, 26 de noviembre de 2009

Un día cualquiera…

Hoy me levanté raro, con sensación de que las cosas no funcionan como deben. Bueno… déjenme empezar por el principio. Mi nombre es Jaime, los apellidos no creo que importen. Todo empezó al salir de la cama, acto común que hago con naturalidad todas las mañanas, algunas veces despacio, apoyando los pies en el suelo y sacudiendo la cabeza para despejarme; otras veces de un salto, con la urgencia de llegar hasta el baño. Pero esta mañana… ni lo uno, ni lo otro. Cuando intenté saltar, una fuerza tiraba de mí y me mantenía atado a la cama, tuve que hacer acopio de voluntad para lograr incorporarme, saqué las piernas y tanteé buscando el suelo y… ¡no estaba!

Empezar así el día tomando conciencia de que lo más elemental en tu vida: el suelo que pisas, ya no está, es como para asustar a cualquiera. Pero soy de naturaleza valiente y antes de caer en el pánico, decidí descolgarme poco a poco hasta encontrarlo. Así lo hice y cuando colgaba del borde con los brazos extendidos, por fin mis dedos rozaron la tranquilidad de un suelo.

Apoyé el peso de mi cuerpo en las plantas de los pies y me agaché tanteando en busca de mis zapatillas que siempre están en su sitio bajo la cama, no las encontré. Decidí buscarlas a cuatro patas y cuando apoyé las rodillas, sentí unos terribles pinchazos ¡el suelo estaba lleno de clavos! ¡Dios mío! Esto tiene que ser una pesadilla, pensé mientras notaba la sangre empapando el pijama. Afortunadamente mi mano rozó un zapato que pude ponerme haciendo equilibrio en una baldosa libre. Saltando a la pata coja, sangrando y asustado me acerqué a la pared donde sabía que estaba el interruptor de la luz. Tras manosear varias veces la pared en todas las direcciones, por fin, a una altura inusitada, rocé el marco cuadrado del aplique y dando un saltito (como ya expliqué sobre el único pie calzado), logré que se hiciera la luz en la que hasta ese momento era mi archiconocida habitación. Pero… ya nada era igual, la habitación estaba inclinada, los muebles desproporcionados, el suelo lleno de agujeros, cuando no de clavos u otras trampas peores. Pero lo más grave no era eso, lo peor fue que en ese momento se despertó mi mujer, se desperezó, se levantó normalmente, me miró extrañada viendo mi cara de pánico, y salió de la habitación sorteando las trampas y obstáculos como si no fueran con ella. Volvió al cabo de un instante, yo seguía paralizado, me preguntó que si me pasaba algo y se acercó a mí ofreciéndome su ayuda. Me tragué el orgullo y me dejé ayudar. Me desnudó y me ayudó a entrar en la descomunal bañera que ocupaba ahora nuestro baño. Resbalé dentro y tuvo que agarrarme para que no me ahogara en un palmo de agua. Me ayudó a bañarme, me vistió y por fin desesperado salí a la calle a iniciar mi día, esperando que la pesadilla se quedara en casa.

Abrí la puerta y fui a buscar mi coche ¡pero que carajo es esto!, las aceras… eran de más de un metro de altura ¿me estaré volviendo loco? Mi coche… pegado a la acera… no puedo entrar… la puerta del conductor ha quedado pegada a un muro. Me descuelgo de la acera a la calzada, intento entrar por la otra, pero de repente me doy cuenta de que es demasiado pequeña y no quepo por ella. Desesperado camino por el asfalto que se va derritiendo, busco un taxi, pero pasan a mi lado y cuando me ven me miran y aceleran. Las lágrimas de la impotencia me resbalan por las mejillas, hasta que por fin uno se apiada de mí y para. Cuando voy a entrar me doy cuenta de que la puerta de entrada está en el techo y no puedo llegar, el taxista, una persona amable, me mira con pena y me ayuda a subir a la abertura, tras largas y complicadas operaciones, logra descolgarme por el techo y sentarme en el asiento de atrás. Agradecido le doy la dirección a la que me dirijo, voy al médico. Al llegar, las mismas complicadas operaciones para salir del taxi, le doy las gracias, entre lágrimas, a mi benefactor y me dirijo a la entrada del edificio de nueve plantas. Busco la placa del doctor, octava planta puerta “D”. Me dirijo al ascensor. No hay. ¡Maldita sea! La escalera… ¿Dónde está la escalera? Ah sí, al fondo en la penumbra, hacia allí me dirijo, enciendo la luz, ¡dios mío no puede ser! Los escalones… miden casi un metro de altura cada uno, acometo el intento con el primero, resbalo y caigo y caigo… y caigo…

Despierto sobresaltado, enciendo la luz de la mesilla de noche, miro mi habitación, todo está en orden, como siempre lo he visto. Mi mujer adormilada a través de dos rendijas de ojos semicerrados, me miró y me preguntó… ¿Qué te pasa? Tuve una pesadilla, le respondí. He vivido un día cualquiera de un discapacitado físico y es… ¡Es terrible!

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El Jueves día 3 de diciembre es el día internacional y europeo de las personas con discapacidad. Una sociedad como la nuestra en la que se trata de defender los derechos de las minorías, debe ser consciente de que si aún existen injusticias, que existen, una de las más lacerantes es la que se comete con los discapacitados físicos. ¿Alguien ha hecho el ejercicio alguna vez de ponerse en la situación de un discapacitado? ¿De lo que sienten cuando salen a la calle y se encuentran en una carrera de obstáculos? Es lo que he tratado de hacer con este cuento que se lo dedico a una chica que se acercó a mí tras la lectura de un cuento en el Gabinete Literario y me invitó a unirme a la marcha del día 3 de diciembre.

Juan Carlos Domínguez Siemens

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