lunes, 28 de diciembre de 2009

Los Polvos Mágicos de la abuela Cande

 

La abuela Cande se moría de frío en los inviernos de Ponferrada y siempre añoraba su tierra, Las Canarias, que describía como el paraíso. Siempre contaba que si no hubiera sido por la llegada del abuelo Cosme a su pueblo (Teror), como cabo de la guardia civil, ella jamás se habría movido de allí, “pero es que estaba tan guapo de uniforme”… suspiraba al contarlo. El flechazo debió de ser profundo, porque a los seis meses se estaban casando en la basílica, con la Virgen del Pino como testigo de su unión. Al abuelo lo ascendieron al poco tiempo y los enviaron a Plasencia. Pocos años después se ubicaron en su residencia definitiva en Ponferrada. Allí vivieron una vida feliz y sin sobresaltos hasta que la muerte los encontró en un autobús del INSERSO cuando tras la jubilación del abuelo iban a tomar por fin unas vacaciones en sus islas añoradas.

La abuela Cande tenía un secreto, una lata grande donde guardaba los polvos mágicos que le cambiaban el sabor a las comidas. Sus siete hijos le pedían todos los días un poco de ese polvo para aderezar potajes, purés, para acompañar la leche o incluso para tomarlo solo con un poco de azúcar. A sus nietos también nos aficionó y todos íbamos a casa de la abuela Cande a coger los polvos de la lata, pues siempre se guardó el secreto de su composición. Cuando sus hijas (entre ellas mi madre) enfadadas le dijeron un día: “Pero mamá ¡por dios! Dinos de que está hecho para tenerlo nosotras en casa”, la abuela las miró y les respondió: “no se preocupen que aquí siempre habrá para todos y cuando me muera les dejaré escrito como conseguirlo”.

Pero no había ninguna disposición acerca de la lata en su testamento, pero sí un dinero apalabrado con el abogado y una agencia de viajes, porque la abuela Cande quería que la enterráramos en su pueblo y que asistiera toda la familia. O sea, que nos vimos obligados los veintitrés, entre hijos y nietos, a viajar a las Islas Canarias a conocer el pueblo de la abuela.

No me malinterpreten, no es que no tuviéramos ganas de ir, es que en el mes de febrero todo el mundo tenía trabajo y costó bastante poder organizar el viaje. La tristeza de la muerte de la abuela, dio paso a la excitación por la aventura de ir por primera vez a Las Canarias. La llegada al aeropuerto de Gando fue decepcionante, por lo feo y sucio del paisaje, e ilusionante por la temperatura de veinticuatro grados, en contraste con los dos bajo cero de Ponferrada. Pero al pasar un pueblo llamado Tamaraceite, el paisaje empezó a cambiar y dio paso a zonas cada vez más verdes y arboladas, hasta llegar a Teror, tras atravesar una infernal carretera repleta de curvas. El aire estaba más fresco y la temperatura, agradable, no superaba los veinte grados. Allí nos estaban esperando todos los parientes vivos de la abuela, una comitiva de más de cien, todos vestidos con trajes típicos de la zona, que nos recibió con flores, música y canciones.

Los músicos se acompañaban de guitarras y unas guitarritas bastante ridículas a las que llamaban timples, a los que se les sacaba el sonido rascando. Las voces profundas y guturales de los hombres (aparentemente medios borrachos ya por la hora y media de espera, cortesía de Iberia); y la sorprendente dulzura en la voz y los acentos de las mujeres, nos dejaron embelesados. Tras las presentaciones y besos (ellos sólo dan uno y hasta que te acostumbras te quedas siempre a medias); nos llevaron a la zona de la iglesia basílica del Pino, junto a ella estaba la casa familiar que había abandonado la abuela al casarse con el abuelo Cosme. Antes de entrar en la casa nos llevaron a hacer una ofrenda de flores en nuestro honor a la virgen del Pino (que por cierto estaba rodeada de joyas). Al salir, Pancho uno de los primos de mi madre nos contó la siguiente historia desde lo alto de la escalera de entrada a la iglesia: No sé si a alguno de ustedes (no sé por qué siendo parientes no nos tratan de tú), sabe por qué su madre o abuela se llamaba Candelaria que es la patrona de Tenerife, en vez de María del Pino que es nuestra patrona y vive al lado de casa. Es una historia curiosa, muy conocida en el pueblo y el tío Jacinto quiere que se la cuente. Mi abuelo Pancho, es decir el padre de Candelaria, era un hombre socarrón y con mucho sentido del humor que le gustaba ser irreverente. Era jugador empedernido de petanca, de los mejores del pueblo. Cuando mi abuela estaba a punto de parir, se jugaba la final del campeonato del pueblo y el abuelo hacía pareja con Don Sebastián el cura. Empezaron la partida y Don Sebastián iba tirando de mal en peor. Mi abuelo en una de estas le dijo: Chanito, como siga tirando así y perdamos, le pongo a mi hija Candelaria. Perdieron la partida y para asombro del cura mi abuelo cumplió su promesa. No se volvieron a dirigir la palabra en la vida.

Todos entre asombrados e incrédulos reímos la historia que la abuela nunca había contado.

Tenían preparada una comida en el gran patio interior de la casa. De vez en cuando oía a alguno de los primos canarios decir: “cacho mira que son godos estos primos, si parece que escupen cuando hablan”. Pero de lo que significaba esto me enteré mucho después. Empezaron a salir platos de la cocina, patatas arrugadas con mojo picón, pata de cerdo al horno, queso blanco de varias curaciones y por fin un pescado salado que nos dijeron que en Las Canarias se llamaba sancocho. Fue entonces cuando los veintitrés de Ponferrada nos quedamos de piedra, en un humeante bol nos trajeron una mezcla que llevaba los polvos de la abuela Cande, todos nos miramos unos a otros, hasta que una prima de mi madre nos preguntó:

-¿eh, que les pasa a todos mis niños que parece que han visto al diablo?

-¿Cómo hacéis eso? –respondió mi madre saliendo del ensimismamiento

-¿El qué?

-Eso que traéis ahí en el bol, que huele tan rico

-Ahhh, eso es un escaldón de gofio, se hace con caldo de pescado y gofio.

-¿Gofio? ¿Qué es gofio?

-Millo tostado y hecho harina

-¿Millo? ¿Qué es millo?

-¡Ah!, en la península lo llaman maíz. –Terció Jacinto, el último hermano vivo de la abuela qué, como todos, escuchaba con atención.- Pero ustedes lo tienen que conocer, yo personalmente le enviaba a tu madre todos los años una caja con varios paquetes.

Y dirigiéndose a la cocina trajo una bolsa de cinco kilos de “Gofio La Piña”. Todos se quedaron mirando en silencio haciendo de aquel momento un instante sagrado. El secreto de los polvos mágicos de la abuela Cande había sido revelado.

Fin

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