sábado, 23 de junio de 2012

Más historias de la noche de San Juan

Hace años escribí una historia que me contaba la cocinera de mi abuela sobre cómo su abuelo se encontró con el diablo la noche de san Juan en la isla de El Hierro. Hoy les voy a contar una historia que me contaron en Galdar  (Gran Canaria), sobre la misma noche mágica.
La persona que me contó la historia es una maga, vidente, bruja de la zona, por lo tanto, persona digna de toda confianza.
Me contaba mi amiga la vidente que en la noche de San Juan ni se te ocurra caminar por el campo, pues esta noche puede ocurrir cualquier magia. Y para ejemplo la historia de su tío Benito.
Benito era un hombre bueno y cabal, pastor de cabras, que habitaba una cueva en la zona de Becerril. El caso es que todas las noches de San Juan se reunía toda la familia, amigos y vecinos y prendían una gran hoguera para celebrarla. Juntos bebían, hacían conjuros para la buena suerte, las jóvenes pedían buenos maridos y todos pedían buenas cosechas y suerte.
Aquel veintitrés de Junio amaneció como un día cualquiera de la primavera tardía en Canarias. Hacía bochorno anunciando un verano caluroso y Benito subió como todos los días a cuidar de su rebaño de más de quinientas cabras y doscientas ovejas canarias de las que cuidaba junto a sus dos hijos, Ramón y Fernando.
Transcurrió el día un poco más afanado que de costumbre pues parte de su trabajo era juntar la leña y matojo seco para la hoguera, tarea a la que se dedicaron toda la mañana y parte de la tarde.
A la hora convenida reunieron el rebaño para volver a casa y se encontraron con que faltaban dos cabras, lanzaron los perros a por ellas y las llamaron con las voces de pastor a las que acostumbraban a responder. Pero las cabras no aparecían y Benito le dijo a sus hijos que se adelantaran con la leña que él iba a seguir buscándolas.
La tarde siguió su curso y Benito cada vez más lejos de su hogar seguía sin encontrar sus preciados animales, empezó a preocuparse cuando se dio cuenta de que la noche lo iba a alcanzar entre riscos y peligrosos barrancos. Ya había decidido inquieto y cabreado volver a casa cuando escuchó no muy lejos un balido  que atrajo su atención. Caviló inquieto calculando que el sonido venía de quinientos metros montaña arriba, pero pudo más su sentido del deber y amor a sus animales que el miedo a la noche en aquél recóndito aunque bien conocido lugar.
Se forzó montaña arriba escalando para atajar camino en pos de sus cabritas y llegó a un llano extenso y por el que transitaban poco debido a su inaccesibilidad. La penumbra de la tarde se le echó rápidamente encima mientras llamaba a las cabras: "cha pasquí", una y otra vez. Agradeció haber subido con su lanza por si tenía que volver por el mismo risco, pero se dio cuenta de que aquella noche con luna en cuarto creciente le iba a coger allá arriba.
Por fin oyó cerca el sonido de la cabra y corrió, a pesar de las circunstancias, más aliviado que cabreado hacia el sonido. Con la última claridad del día la vio sobre un saliente en el risco y hacia allá fue Benito confiado. Tardó un buen rato en recuperar al animal que temblando no se dejaba acercar, hasta que finalmente pudo agarrarla fuertemente de las patas y echársela a los hombros, la otra la dio por perdida. Ya la buscaría mañana.
Tomó conciencia de que con aquella oscuridad y con la cabra a hombros no podría bajar por el mismo camino si quería llegar vivo, aún así decidió no pasar la noche allí y se dirigió al camino más largo iluminado por la tenue luz de un firmamento plagado de estrellas y una media luna como astas de un toro.
Caminó, caminó y caminó mientras la luna subía en el cielo. Llevaba muchísimo rato andando cuando se dió cuenta de que debería ver las luces de las hogueras a su izquierda, y sin embargo sólo había oscuridad. Empezó a dudar de si había cogido el camino correcto y la cabra después de cargarla durante horas pesaba cada vez más.
La sed le hizo echarse mano al costado buscando la calabaza donde portaba el agua, pero se le había olvidado. Muerto de sed y cansancio bajó la cabra y decidió ordeñarla para tener algo de beber. Así lo hizo, la dejó en el suelo y en cuclillas le agarró las ubres tirando de la tetilla. En aquel momento la cabra empezó a gemir con voz de mujer y cuando la miró bien se dio cuenta de que en realidad estaba ordeñando a una hermosa joven de enormes pechos que relamiéndose le pedía más.
Asustado el pobre Benito se apartó con el corazón desbocado dando un grito de terror, la chica mirándolo con sus ojos oscuros se puso de pie mostrándole su bella figura y moviendo sus caderas le dijo:
¡Vaya! llevas dos horas cargando conmigo, me tocas las tetas ¿y ahora te asustas? deja de mirarme con esa cara y fóllame dijo con voz lasciva. Esto lo dijo volviendo a ponerse de cuatro patas y meneando el culo en dirección al pastor que sintió un deseo intenso por aquella joven, deseo al que sucumbió. Estuvieron retozando más de una hora hasta que cayó exhausto y sudoroso. Se acurruco sin pensarlo junto a la chica y se durmió. Al amanecer volvió en sí y sintiendo el calor de otro cuerpo a su lado lo acarició y al darse vuelta la chica, se encontró frente a una anciana desdentada que dio un grito salvaje y salió corriendo desnuda por los riscos.
Blanco como un papel, llegó Benito a su cueva, toda la familia y vecinos lo estaban buscando, cuando contó su historia nadie le creyó. Pero a partir de ese día al pobre se le fue yendo la vida y ningún médico pudo hacer nada para salvarlo. A los dos meses le enterraron en el cementerio Galdar, donde descansa en una tumba olvidada, pero donde todos los veintitrés de Junio por la noche aparecen una rosa marchita y un cuenco con leche de cabra agria que nadie pone allí.

Si alguna vez tienen que adentrarse en el campo una noche de San Juan... ¡no lo hagan!

Juan Carlos Domínguez Siemens

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