martes, 27 de mayo de 2008

El día en que no pude morir

Esto que voy a relatar ahora, es la primera vez que lo cuento. Durante años ha sido algo tan intimo que he pasado por ello de largo cuando he hablado de mis recuerdos. El que hayan pasado treinta y cinco años y que yo esté a las puertas de los cincuenta, la cercana muerte de mi abuela este mes de Mayo y la recapitulación que estoy haciendo de mi vida, me han llevado a este escrito, la página más amarga de ella.

Yo tenía quince años recién cumplidos, era el mes de Octubre del año setenta y tres.

En septiembre, mi hermano Jorge y yo habíamos emprendido viaje al internado en Campillos, Malaga, donde él se había pasado Julio y Agosto. Primero estuvimos unos días en Puigcerdá y Marbella, únicas vacaciones que tuvo Jorge aquel verano.

Él ya conocía la vida en el internado, a profesores, vigilantes y algunos de los estudiantes que se habían pasado allí, de recuperación, el periodo estival. Yo llegaba nuevo, un año mayor que él, pero repetidor, ibamos al mismo curso. No me gustaba el internado, no soportaba la disciplina y no me integraba con aquella panda de salvajes que tenía por compañeros. Hice lo único que sabía hacer cuando las cosas se ponían así de mal. Enfermar. Caí malo con una bronquitis que se convirtió a los pocos días en una pulmonía. Era mi forma de protesta.

Me encerraron en la enfermería,que era una celda amplia que tenía varias ventanas, todas con barrotes, y varias camas alineadas. Allí estaba yo, en plena lucha contra los medicamentos, intentando vencer la resistencia de mis padres a sacarme del colegio. A la semana, una mañana temprano, a las seis y media, hora en la que se iniciaban los estudios en San José de Campillos, entró mi hermano.

Hola, le dije, ¿que te pasa? "Estoy fatal, me duele mucho la cabeza y tengo mucho frío", me respondió tiritando.
A la media hora comenzó a roncar ruidosamente y con un sonido extraño. El resto de los "ocupas" de la enfermería empezó a quejarse de sus ronquidos. Yo traté de despertarlo de no muy buena manera, hasta que le tiré una almohada pero siguió en las mismas. Al final les dije a los otros que lo dejaran en paz. Al rato, vino el médico, "el pinchauvas" lo llamábamos.

Se acercó a mi hermano, le escuchó la respiración, trató de despertarlo sin resultado, le abrió un parpado e inmediatamente se dio cuenta de que estaba en coma.

Se volvió hacia mí y gritando me dijo:
-¡Cuanto tiempo lleva este niño así!
- No sé, un rato-respondí-
-¡¡¿¿Y POR QUË NO AVISASTE ANTES??!!

No hubo respuesta por mi parte, salvo miedo, miedo a haber hecho algo terrible, culpa y ganas de desaparecer.

Rápidamente el médico salió a llamar al hospital, al poco volvieron con una camilla, yo me acerqué a él le di un beso y me despedí y le dije varias veses "te vas a poner bien", abrió los ojos, tenía la mirada extraviada, sabía que era la última vez que lo iba a ver.

Todo lo que siguió a partir de ahí lo cuento como recuerdos vividos entre tinieblas.

Cada vez que venía el enfermero le preguntaba por él, me decían que estaba en el hospital y que tenían que operarlo. Después vino el director del colegio,Don José con su séquito. Vinieron a verme, a decirme que lo estaban operando, pero sus caras no decían eso, yo lo aceptaba porque prefería creerlo. También me dijeron que habían avisado a mis padres y que venían a buscarme, pero haber ganado esa batalla ya no me servía de consuelo.

Me apartaron de los demás y me llevaron a una celda más pequeña, con la puerta cerrada y una ventana con sus consabidos barrotes. De vez en cuando entraba un enfermero ó un profesor a verme. Nadie decía nada, pero las miradas lo decían todo. se hizo de noche y dejaron de venir. Yo estaba solo en mi aislamiento. Estuve toda la noche agarrado a los barrotes de la celda, buscando un Dios que no veía en el cielo oscuro. Rogandole que no se llevara a mi hermano y cambiando mi vida por la suya. Yo era el enfermo, estaba seguro de que se había equivocado de niño. Pero no me escuchó. Ni vino a calmar mis lágrimas, ni mi miedo, ni mi culpa.

Al día siguiente, llegaron mis padres, después del entierro en Antequera. Nada más entrar por la puerta y verlos, sabía lo que me iban a decir. Mi padre, destrozado, se apoyó en la cama y lloró como un ser humano su desesperación. Mi madre, con los ojos acuosos, envarada, sentada en la silla junto a mi cama, sobreponiendose al dolor demostró una fortaleza inhumana, que probablemente no sentía. "Hay que ser fuertes", nos tenemos que ir a Las Palmas, dijo.

Esa noche llegamos al aeropuerto de Gando, nos habían habilitado la terminal del aeropuerto viejo, para que al llegar pudieran recibirnos parientes y amigos de mis padres. Al bajar del avión vi a toda aquella gente esperando, con sus llantos que no me llegaban y sus abrazos que no quería. Las compuertas del alma cerradas.

Entonces vi a mi hermana, ella siempre había sido llorona, pero allí estaba sin derramar una lágrima. Le di la mano, y tras un beso le dije al oido, "sabía que tú no me fallarías" "que tú no llorarías como los demás". Yo tenía quince años y ella dieciseis.

Mi hermano Jorge murió, murió para siempre y con él se llevó a mi familia. La casa se enquistó de dolor, se dejó de hablar de él, dolía demasiado. Nos fuimos separando unos de otros, para no sentir la herida que nos reflejábamos.

Mi madre murió a los diez años, pero había empezado a morir aquel día que sentada en la silla junto a mi cama me dijo que había que ser fuertes. El dolor se vistió de cancer y se la llevó.

Si hoy me decido a escribir el relato de la muerte de mi hermano Jorge, es porque a lo mejor sirve para alguien. Del dolor no se puede huir, te encuentra allá donde estés y cuando lo hace, puede ser demasiado tarde para lidiar con el. Cuando aparece en la familia, puede ser el catalizador que les ayuda a unirse o el elemento que los separa y hace huir a unos de otros.

La fortaleza está en las emociones, en aceptar lo que se siente. Si es dolor, hay que saber expresarlo, lo contrario no es fortaleza, termina convirtiendose en dureza y todo lo que es duro es fragil y el más pequeño golpe lo rompe.

Mis hermanos y yo hemos sobrevivido a todo esto, pero tenemos que resolver aún todo el dolor que hemos acumulado, quizás ahora que tenemos edad para entenderlo, seamos capaces de hacerlo.

Por último decir que nunca pensé que me iba a ser tan duro escribir todo esto y que espero que las lágrimas que por fin han roto la última barrera, me lleven a un llanto reparador que libere mi relación con las personas a las que amo.


Juan Carlos Domínguez Siemens

3 comentarios:

Jennie Carrasco Molina dijo...

Hola:

Soy jennie de elcaminodelaluna.

leí tu comentario sobre las mujeres solas. Disculpa la demora en contestar. No he entrado al blog porque me emocioné con el hi5. Sabes, yo sólo puse lo que 8 de cada diez mujeres dijeron. Yo amo a los hombres, tengo dos hijos que son maravillosos, claro fueron criados de otra manera por su madre.

No es mi intención polemizar, sólo hacer notar un fenómeno social que sucede.

Podría hablar de quiénes hacen las guerras, quiénes inventan el veneno que mata al planeta, quiénes quemaron a las sabias curanderas,quiénes dirigen la santamadre iglesia, etc. Pero eso es para otro tema.

Hay rollos y rollos.

Anónimo dijo...

Lo recuerdo, yo llegué a esa clase después de navidad. No conocí a tu hermano, pero sí a tí. Tenías el libro de Julio Verne "La Isla Misteriosa". Era la clase de 4º, en el colegio viejo, y había muchos "externos" en esa clase. Yo me sentaba a tu izquierda. No sé si te acordarás- Un abrazo.

Juan Carlos Domínguez Siemens dijo...

Hola, cómo no has firmado la entrada no sé si me acuerdo de tí, pero me encantaría saber quien eres. Escribeme un email a jcdsiemens@yahoo.es de alguna forma necesito recuperar esta parte de mi pasado. Un abrazo Juan Carlos Domínguez