viernes, 12 de diciembre de 2008

Carta testamento de Romeo Montesco-Capuleto (Relato)

 

Mi nombre es Romeo, Romeo Montesco-Capuleto, y los famosos Romeo y Julieta fueron mis abuelos. Hoy en mi lecho de muerte, con ochenta y cinco años cumplidos, quiero legar a mi familia y a sus descendientes una historia que ocurrió aquí en Nápoles cuando yo era un jovenzuelo.

Por si lo quieren saber, no, mis abuelos en verdad no murieron, aunque Shakespeare, para darle un tinte más trágico a la historia así lo quiso contar. El resto si fue verdad, pero al ver la tragedia que se podía haber producido, los Capuleto, padres de la abuela Julieta y los Montesco, padres del abuelo Romeo se reunieron en privado y aun sin arreglar sus diferencias aceptaron la unión de ambos a cambio del destierro.

Salieron de Verona con destino a Nápoles, donde vivieron su amor durante muchos años, en paz y felicidad. Tuvieron once hijos, siete chicos y cuatro chicas. Las familias se repartieron las visitas, así los Capuleto venían a verlos durante la navidad y los Montesco, durante el verano.

La casa de los los Montesco – Capuleto era una hogar pacífico donde pocas veces se hablaba de las rencillas entre ambas familias. Cuando se tocaba el tema, -normalmente después de las visitas de los abuelos que no perdían la oportunidad y en cuanto estaban a solas con los chicos los aleccionaban acerca de las maldades de su otro apellido- los padres inmediatamente zanjaban la cuestión diciendo que eran tiempos de bárbaros y que aquellas cosas jamás debían volver a ocurrir. Demasiados muertos habían habido ya en estas familias y la deuda de sangre ya había sido pagada con creces.

Así crecieron los Montesco - Capuleto, en un ambiente de concordia y enterramiento del pasado. Ese mismo espíritu les transmitieron a sus hijos y tanto la abuela Julieta cómo el abuelo Romeo, se encargaban de adoctrinar en ese sentido a sus nietos.

Se encontraron con la muerte en un puente que se hundió mientras paseaban su amor de la mano a los setenta y siete años. Después vino el funeral y como el puente presagió, el mundo se vino abajo.

Entre hijos y nietos, había más de cien de familia aquel aciago día. De Verona llegaron además cien Capuletos y cien Montescos, entre hermanos, primos y sobrinos de los fallecidos. La concordia no había llegado a las familias, aunque hacía años que no había habido muertes entre ellas.

Cómo era costumbre, después de los funerales se dio un gran banquete en el palacio de los Montesco – Capuleto, asistieron más de trescientos familiares a aquel evento y tras las primeras copas de vino el ambiente se fue caldeando.

Las miradas de odio recorrieron la mesa como puñales entre los Capuleto y Los Montesco, hacía muchísimos años que no se sentaban juntos, la desconfianza y el resentimiento era palpable entre ellos. Los hijos y nietos de los fallecidos trataban de quitar hierro al asunto y bromeaban con unos y con otros. Pero la tensión fue creciendo a pesar de sus esfuerzos.

El azar quiso que uno de los Capuleto, inintencionadamente, derramase una copa de vino sobre un Montesco tras un tropezón. Aquello fue considerado una provocación e inició le fuego de las palabras, no tardó mucho en aparecer la primera daga en una mano.

Romeo -mi padre-, el mayor de los hijos de los abuelos, se puso en pie sobre la mesa y dando unos fuertes golpes con su cuchara sobre el plato de metal, acalló el principio de reyerta, reclamando la atención de los presentes y pidiendo calma.

En esos momentos con los dos bandos enfrentados a cada uno de los lados del salón y las mujeres apelotonadas tras la mesa, todos los Montesco – Capuleto, que estaban esperando que algo así ocurriera, se interpusieron entre ellos. Tanto unos como otros les conminaban a decidirse por un bando, unos apelando al honor de la sangre del padre y otros al de la madre.

Cuando mi padre logró hacerse oír, dijo:

Querida familia, es una falta de respeto que no guardéis las formas ni siquiera en el funeral de nuestros padres. Nos pedís que nos definamos, que elijamos entre los dos bandos, siempre uno contra otro y no podemos, somos tanto Capuletos como Montescos, nos educaron así. Entendemos las posiciones de cada uno, entendemos incluso la rabia y el resquemor que producen unos a los otros, pero no lo compartimos. Nosotros hemos puesto en paz nuestra sangre, creemos, como creían nuestros padres que se ha derramado demasiada entre estas dos familias y que nunca jamás debe volver a ocurrir.

Os ruego que no nos pidáis que apoyemos vuestro bando, no lo vamos a hacer, sería una traición a nuestra propia sangre si lo hiciéramos. Si queréis paz siempre seréis bienvenidos, si queréis seguir con vuestra absurda y ancestral guerra de bárbaros, podéis volveros por donde habéis venido, pues nos hiere vuestro odio.

Los contendientes quedaron pensativos, mirándose unos a otros, hasta que Francesco Montesco gritó ¡Al ataqueeeeeeeeeeee! Y se consumó la tan ansiada tragedia.

La batalla se saldó con siete muertos y sesenta y tres heridos de diversa consideración. Cuando llegaron las fuerzas del orden el tumulto había cesado, el salón destrozado y teñido de sangre, y las espadas Capuleto y Montesco momentáneamente envainadas y a la espera de una nueva oportunidad para iniciar una carnicería.

Cuando sacaban a los últimos heridos, mi padre y sus hermanos con sensación de derrota se sentaron junto a la chimenea. Yo aproveché para sentarme detrás de esta y así poder escuchar su conversación.

Isabella, la menor de mis tías, llorando le decía a sus hermanos:

- ¿Cómo es posible que seamos familia de estos salvajes? ¿Es que va a ser siempre igual entre ellos?

- ¡Ay mi pobre Isabella! Que poco conoces a los humanos, mientras desentierren a sus muertos de los caminos y alimenten con ellos su odio, jamás cambiarán. Es el problema de la memoria, siempre se utiliza para avivar el odio dormido.-dijo mi padre cariacontecido-

- Si, estoy de acuerdo, pero lo que no debió haber nunca fue muertos en los caminos -dijo el tío Filiberto acercándose al fuego-

- Claro, pero alguien tiene que parar, porque muertos hay de ambos bandos y si no se para en algún momento la espiral de venganzas será eterna. Nosotros hemos vivido al margen de ese odio durante sesenta años, a pesar de que los abuelos nos contaban atrocidades. Y si recordáis cuando éramos pequeños, prácticamente nos contaban las mismas cosas de los unos y de los otros. Al final os habéis dado cuenta de que los Capuleto y los Montesco se parecen mucho, de hecho si les quitáramos los apellidos, seguro que se llevarían bien entre ellos. Tienen las mismas aficiones, siguen la misma religión, les gustan las mismas cosas, son humanos y sangran y sufren por lo mismo. Pero al final le dan más importancia al apellido, al clan, que a sus propias personas.

- Lo único que espero es que a nuestros hijos los hayamos educado en las creencias correctas y jamás se dejen embaucar por ninguno de los dos bandos-dijo Gianni, con tristeza

-  Bueno, al menos lo hemos intentado, el que lo hayamos logrado o no sólo lo dirá el tiempo.

-   En fin, brindemos por nuestros padres, que al menos ellos nos enseñaron a ver la historia sin resentimientos, a pesar de sus propios muertos. Agradezco el día en que tuvieron la buena idea de unir los apellidos, así nuestros descendientes serán siempre hijos de la unión.

Escondido tras un sillón del salón, escuché toda esta conversación que ahora os lego en mi lecho de muerte para que la paséis a vuestros hijos y estos a sus hijos, recordad siempre que el legado de odio sólo trae más odio. Procurad dar un mensaje de paz sobre la memoria, así jamás se repetirán estas tristes historias.

Firmado en su lecho de muerte:

Romeo Montesco Capuleto

2 comentarios:

Gaviota dijo...

Bueno, bueno, bueno. Pero de dónde se te ocurren estas historias? Son entretenidas. Y se ve que eres muy prolífico...

Anónimo dijo...

muy bien primo, pero me esperaba algo más largo, el final me pilló de sorpresa.
erik